Por JUSTINO MIRANDA
CUERNAVACA, Mor.- Allá afuera nadie les festejó el Día del Niño. Las calles y la delincuencia tuvieron otras actividades para ellos. Unos distribuían droga y realizaban tareas de pistoleros, otros deambulaban en busca de una fiesta de barrio para alcanzar un juguete o comida, y otros más ya vivían en las calles. Por eso, dicen, lo que más extrañan de su infancia es jugar y los abrazos de sus padres.
No tuvieron oportunidad, la delincuencia los cautivó con dinero, armas, autos, comida y droga.
Desde el seno de familias disfuncionales, dejados a la tutela de los abuelos, buscaron sus propios satisfactores. Rompieron límites y encontraron como destino el encierro en el Centro de Ejecución de Medidas Privativas de la Libertad para Adolescentes (Cempla).
Estos adolescentes, algunos convertidos en jóvenes, cargan todavía con el rechazo y el 67% de ellos son abandonados por sus parientes. No reciben visitas porque sus familiares no tienen recursos para viajar, o en casos extremos los padres también purgan condenas en penales para adultos.
Algunos adolescentes tienen la esperanza de salir para visitar a sus familiares en los centros de reinserción social.
Por esos pasillos y patios donde caminó Edgar, el mítico “Ponchis», durante tres años, deambula “Mario” (nombre ficticio), un joven que a los 17 años cometió la conducta antisocial de homicidio.
Luce atlético, fuerte, pero cuando evoca su infancia rompe en llanto en recuerdo de aquel juguete que insistentemente pidió a los Reyes Magos y el Día del Niño: un carro de control remoto.
Su abuelo se lo concedió cuando tenía ocho años y durante algún tiempo fue feliz, dormía con el, hasta que se rompió.
“No guardo nada de mi infancia, nunca tuve algo alegre, sólo el carro que siempre quise tener”, dice.
Aquí en el Cempla, situado en el municipio de Miacatlán, al sur del estado, la mayoría de los muchachos tiene un promedio de 17 años. En tratados internacionales son niños pero en la ley mexicana son adolescentes. Hay quienes ingresaron a los 20 años pero cometieron la conducta antisocial cuando eran adolescentes, explica Liliana Fernández García, Directora del centro.
La “mancha”
Mario (nombre ficticio) no delinquía, dice, pero ese día acompañó a un conocido y cometió el homicidio. Nadie lo cuidaba, la calle era su refugio ante la ausencia de su madre que lo dejó con los abuelos cuando tenía cinco años de edad. Ella, entonces de aproximadamente 20 años, decidió partir a los Estados Unidos.
¿Qué extrañas de tu infancia?
“Todo, jugar, estar con mi familia más que nada. No tuve oportunidad de jugar, porque mi mamá no estuvo conmigo desde los cinco años, pues cuando estaba con la familia de mi abuelita no era muy estable porque no me llevaba bien con mis sobrinos.
“Ellos me decían que mi mamá me había dejado y que papá no tenía, eso a mí me dolía mucho y me escondía en otra partes, no tuve amigos”.
Cuando cursaba el primer año de secundaria desertó y a medida que se alejaba de sus abuelos comenzó a consumir alcohol; la calle se convirtió en su mejor aliado. Su ilusión de niño era tener una buena familia, verlos juntos, estar bien.
¿Qué pasa por tu mente en fechas como Navidad, año nuevo o Día del Niño?
“Aquí en este lugar es muy diferente a allá afuera, porque ellos (los de afuera) conviven de otra forma, con drogarse o así”.
Paradójicamente el encierro de Mario le permitió celebrar un festejo del Día del Niño como nunca antes lo había hecho. El año pasado la Dirección organizó un evento; llevó sketches y logró divertir a los muchachos.
“Estuvo padre, me divertí porque estuvimos conviviendo todos, no como delincuentes sino como si fuera aquí un colegio o algo así. Allá afuera nadie me festejaba el Día del Niño, me festejaba yo solito. En mi pueblo hacen fiestas y pues aunque no estaba invitado me iba, de ese día me gustaba que nos regalaban juguetes o nos daban comida”, recuerda.
Lleva un año y siete meses en el Cempla y su condena es de 9 años por la comisión de homicidio, pero ahora tiene ilusiones de cursar la preparatoria, una vez que concluyó la secundaria. Quiere ser abogado para ayudar a las personas que no tienen dinero para pagar la defensa legal.
“Me veo como abogado y voy a tener dos hijos, hombre y mujer. Solo he pensado en el nombre de la niña, Jetzi Judith, porque son los nombres de las chavas que quería mucho. Si tuviera un niño no me gustaría que llevara mi nombre porque es como una mancha que no me gustaría tener guardada en un ser querido”, sentencia.
Naranjas dulces
Víctor (seudónimo) abandonó el Cempla hace seis meses. Tenía 17 años y medio cuando fue detenido por narcomenudeo. “Sí disparé armas, no puedo decir que no privé de la vida a alguien. A la vez tenía miedo y la vez no porque existía en mi mente: ‘a mí no me va pasar nada yo tengo mi cartel y yo trabajo con gente pesada’.
“Sabía que Dios me estaba viendo y eso me metía miedo y llegó el momento en que alcé los ojos al cielo y dije ‘señor yo quiero estar contigo en el reino de los cielos”.
Dos días después Víctor fue detenido con 1.4 gramos de marihuana junto con cinco de sus compañeros. Les incautaron dos departamentos, vehículos, droga y armas. Éstos últimos fueron como sus juguetes desde niño.
Aprendió a usarlos para lastimar a la gente y por eso sabe que no puede regresar a su municipio natal, porque además su madre formó un hogar con otra pareja, procreó hijos. “No me puede tener con ellos porque el narco es un sistema donde ‘te veo, te mato, me ves, me matas’ Si voy donde vivía me matan”, lamenta.
Queda también el rencor social porque, dice, “imagina que no soy la personal actual. Tú me conoces que robé tu casa, disparé en la esquina, dejé a alguien muerto, le vendí droga a tus hijos, le robé a tu esposa cuando iba en la calle con su bebé, entonces no puedo volver”.
De su niñez poco recuerda. Las imágenes de la calle, sus amigos, autos, dinero, alcohol, droga, armas, asaltos y robos, cubren las evocaciones de juegos con su madre, primos o amigos.
Por eso cuando cumplió su condena de dos años, dos meses, dos días, se encontró en el abandono y entonces buscó al doctor Juan Gabriel Corona, un médico jubilado por la Marina, que junto con su esposa, Tania Verena Lozano, ayudan a los adolescentes abandonados por sus familiares a través del ministerio “Ruedas de esperanza”, auspiciado por el centro cristiano Shaddai.
Corona y algunos jóvenes que purgaron condena en el Cempla o en cárceles de adultos, visitan a los adolescentes en proceso judicial para ayudarlos en su reinserción social.
El día que Víctor llegó a la casa de su benefactor fue cobijado y alimentado. A la mañana siguiente el médico le entregó las llaves de su casa porque todos salieron a estudiar o trabajar. Esa muestra de confianza fue suficiente para modificar la actitud del muchacho y después con la instrucción religiosa Víctor cambió radicalmente su vida.
“Si tu familia no está contigo nosotros sí. Lo único que podemos hacer es pedir al Señor bendiciones para ti, pero sólo si tú lo quieres. Nos daría pena verte después ahí tirado o muerto”, dijo el médico al muchacho.
Gabriel lo llevó al centro cristiano donde Víctor compartió su testimonio y al final los hermanos en religión organizaron una cooperación y le entregaron 400 pesos. Con es dinero compró naranjas y verduras para elaborar jugos. Sus hermanos en religión también le obsequiaron un exprimidor, la mesa y un espacio en un comercio. Desde entonces vende jugos al borde de carretera y ahora gestiona junto con el médico y sus amigos la instalación de una casa hogar para recibir a los adolescentes egresados del Cempla.
Fernando es otro adolescente rescatado por “Ruedas de esperanza” aunque su reclusión fue en Estados Unidos en una prisión de seguridad máxima media, donde terminó por cometer el delito de robo a mano armada con violencia.
Hijo de madre soltera, Fernando fue llevado a Estados Unidos cuando era muy pequeño y ahí vivió hasta los 20 años. Recuerda que el distanciamiento con su madre surgió a los ocho años cuando él empezó a rechazarla, tal vez, dice, por la inestabilidad sentimental de su madre con sus parejas. Comenzó la rebeldía y al terminar la primaria no tenía muchos amigos.
Cobijó odio y rencor y a los 13 años comenzó a consumir marihuana y los 14 bebió alcohol en exceso. Una noche llegó ebrio a su casa y su madre sólo le dijo “pásale”. “No entendía el amor que mi madre tenía para mi. ‘A esta vieja no le importo’, me dije”, recuerda.
A los 16 años se separó de su madre, se juntó con una joven pero no resultó. Luego se unió a otra mujer que tenía un hermano. Los tres vagaron por las calles hasta que robaron a mano armada con violencia, un delito federal en Estados Unidos. Ahí conoció a predicadores de la palabra de dios y le gustó. Prometió que al salir visitaría las cárceles para ayudar a los internos pero al cumplir su sentencia fue deportado hacia Ciudad Juárez. De ahí viajó a Cuernavaca y después de deambular por las calles fue rescatado por Gabriel y Tania.
Abandonados
Liliana Fernández García tiene cinco meses como Directora del Cempla y este será su primer festejo del Día del Niño. Ya comenzaron con una miniolimpiada y lo que se prepara es un torneo de ajedrez, y para los ganadores habrá hamburguesas, pizzas o litros de helado.
Fernández dice que el festejo es necesario para muchos de los adolescentes porque la mayoría se encuentran en ese lugar por falta de amor y de disciplina. Aquí, dice, se predica con el ejemplo. Los custodios deben ser honestos y derechos, igual yo.
“No puedo estar con medias tintas, así debe ser con los adolescentes porque como parte de la naturaleza es transgredir los límites. Por eso la mayoría estudia primaria, secundaria, bachillerato y algunos talleres como plomería o corte de cabello”.
Fernández dice que por órdenes del gobernador Graco Ramírez hay seguimiento de los adolescentes en el exterior y varios de ellos son contratados en instituciones oficiales y hasta ahora no tienen reportes de reincidencia. “Tratamos de crear otra imagen de lo que es una persona aquí y la que va a salir. Es un compromiso con la sociedad y la prevención del delito”, dice.
La Directora considera que los adolescentes merecen celebrar el Día del Niño porque muchos son abandonados por sus familiares.
Aquí conviven 157 adolescentes, 17 de ellos son mujeres, aunque la capacidad de alojamiento es para 120, así que los “nuevos” tienen que dormir en el suelo.
La mayoría llega por conductas antisociales de narcomenudeo, homicidio, violación, secuestro, delincuencia organizada, portación de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército y robo simple.
Los varones ingresan, en su mayoría, por la comisión de robo y las mujeres por delincuencia organizada o secuestro.
Contrario a los hombres que son seducidos por el dinero, autos o drogas, el historial de las mujeres está vinculado con la seducción violenta de adultos cuando ellas tenían 13 o 14 años.
Muchas fueron cooptadas por hombres de 28, 30 o 45 años que las sedujeron con bastante violencia y las arrastraron a la comisión de conductas antisociales.
Y son ellas las más abandonadas por sus familiares. Casi el 67% no recibe visitas, en tanto que los varones el número se reduce al 33%. Son adolescentes de Guerrero, Morelos, Estado de México, en su mayoría.