Por Leticia Villaseñor

Jojutla, Mor., 18 de septiembre.- Emmanuel de apenas 12 años salió aprisa de casa con la mochila repleta de libros, caminó por la calle 18 de marzo y al llegar a la esquina, la casa de doña Tomy se vino abajo. Quedó atrapado entre los escombros con Bertha, una mujer que para sobrevivir limpiaba casas.

Elizabeth, su madre, lo despidió unos minutos antes en la puerta de su casa cuando fue sacudida por el terremoto de 7.1° que devastó Jojutla, de manera particular la colonia Emiliano Zapata de donde es vecina y donde, a un año de la tragedia, aún vive con sus tres hijos y su esposo bajo una lona blanca que donó una empresa del vecino estado de Puebla.

Un tinaco de una casa vecina cayó y arrojó sobre Elizabeth cientos de litros de agua y perdió la visión por instantes, cuando se limpió la cara aún era sacudida de forma violenta por el sismo, las casas cayeron a su alrededor pero ella sólo estaba pendiente de la vivienda de la esquina, esa donde vio por última vez a su hijo adolescente.

Su hijo mayor salió al oír los gritos de auxilio, Elizabeth pedía ayuda desesperada a los vecinos pero la gente no escuchaba, corría, gritaba, trataba de alejarse de los trozos de las casas que se venían abajo.

“Emmanuel, sólo recuerda que siempre te quise”, alcanzó a gritar a la distancia pero fue interrumpida por un vecino al que apenas había visto un par de veces que le encargó a su hija de unos 10 años para ir en busca de su esposa, alguien más llegó con una mujer mayor, ahí le encargo a mi mamá.

A unos pasos, escuchó gritos de una mujer, una joven con un embarazo a término sufría contracciones por la impresión, por momentos perdió la conciencia mientras Elizabeth vio el movimiento violento de su vientre.

La mujer quedó atrapada en la banqueta que se abrió a sus pies. Frente a ella vio cómo una enorme grieta se formó en segundos, botó una tapa de drenaje seguida de vapor y olores fétidos y conforme la grieta avanzó, fue testigo del caos que dejó a su paso.

“Le puse las manos sobre su panza porque parecía un volcán… yo soy muy creyente y dije bien fuerte ‘paz sobre este bebé’, lo repetí varias veces y la muchacha se tranquilizó un poco. Nunca supe qué pasó con ella, no los volví a ver, no supe si el bebé nació bien o si fue niño a niña”, relató resignada.

Mientras, en la esquina donde quedó atrapado Emmanuel, su hijo y su esposo así como varios chóferes del transporte público levantaron una losa que tenía aprisionado al adolescente y a Bertha.

Al jovencito lo llevaron al hospital mientras el cuerpo maltrecho de Bertha fue sacado en una cobija. El impacto fue tan brutal que le aplastó la cabeza y perdió la vida en instantes.

Al llegar al “Meana”, el nosocomio local, Elizabeth vio a su hijo consciente con algunos rasguños leves y lleno de tierra por los escombros pero con la camisa ensangrentada, a pesar de ello Emmanuel no tuvo una sola lesión de gravedad. La sangre era de Bertha. El joven vio cómo cayó un enorme pedazo de concreto sobre el cuerpo de la mujer y del impacto sus ojos salieron proyectados hacia su pecho.

El carácter del adolescente, arrojado e impulsivo, lo hicieron arrastrarse unos pocos centímetros hasta que llegó a una piedra que contuvo el embate.

A un año del episodio, Emmanuel continua con su carácter desenfadado y decidido, con el recuerdo de la escena pero consciente de que la vida sigue.

 

Un año bajo una lona

Los restos de la casa de Elizabeth fueron censados por el personal del Fondo  de Desastres Naturales (Fonden) como pérdida total. Los soldados les ordenaron salirse de la vivienda de dos pisos porque las columnas estaban fracturadas al igual que las paredes.

La misma noche del 19 de septiembre su esposo regresó para sacar algo de ropa pero ya no encontró nada, hasta la plancha desapareció. Tres días después los trascabos echaron abajo todo, paredes, escaleras, puertas y ventanas.

Por dos semanas la familia dormitó en tiendas de campaña colocadas sobre un camellón hasta que la Fundación judía Cadena les regaló una casa de campaña “de las cafés”, luego les llegó la carpa blanca, con un armazón alto y un plástico resistente.

Casi un año después, la ropa de la familia cuelga de ese mismo armazón sobre una cama matrimonial y otra individual, la comida está en latas, y una pequeña parrilla eléctrica y un refrigerador usado que les regalaron funcionaban con la luz del vecino cuya casa fue una de las pocas que quedaron en pie en la manzana, conocida como la zona cero.

Pero la Compañía Federal de Electricidad instaló unos días atrás un medidor “porque ya es mucho tiempo que agarran la luz del vecino y deben pagar”, les dijo uno de los empleados.

Elizabeth no tuvo opción, colocaron el medidor sobre la barda reventada de la casa de al lado. “Graco (el gobernador) dijo que no íbamos a pagar los servicios hasta que estuviéramos en una casa, y ahí estamos todos lelos a lo que diga, le aplaudimos sus promesas, todo lo que dijo se lo llevó el viento”, dijo a punto de soltar el llanto.

A finales del año pasado recibieron las tarjetas del Fonden pero con sólo 15 mil pesos porque les llegó como daño parcial y no total.

La mujer que está cerca de cumplir 50 años y sufre los bochornos de la menopausia lamentó que su esposo firmara la tarjeta. Lo hicimos, dijo, porque el alcalde Alfonso de Jesús Sotelo, quien ahora preside la mesa directiva del Congreso local, así se los indicó, si había necesidad de cambios éstos se harían después.

Con los 15 mil pesos compraron medio carro de grava y arena y unos cuantos tabiques que deben cuidar día y noche porque los robos de material, herramienta o cualquier artículo con el más mínimo valor es hurtado, como las tuberías de cobre que también le robaron a la familia de Elizabeth.

Pero el cambio a daño total nunca se concretó. Por más de siete meses llevaron papeles a diversas autoridades, como al organismos local de Unidos por Morelos que a pesar de tener las medidas del predio, apenas unos 40 metros, afirmó que serían beneficiados con una casa pequeña.

Al menos eso aseguró la damnificada, quien unas semanas atrás fue enterada que ningún modelo de casa se puede adecuar al espacio tan reducido y la ayuda cambió a un paquete verde, que consta de 10 bultos de cemento, cuatro armes, cuatro bultos de mortero, un bote de pintura y una brocha.

El tabicón, la grava, la arena y cualquier otro material así como la mano de obra correrán por cuenta de la familia, cuyos ingresos se reducen a las veces que el esposo de Elizabeth logra una “postura” en alguna de las combis del transporte público o a la venta diaria de la mujer de sus gelatinas, tapioca y yogurt, unos 200 pesos diarios.

Mejor los perros tienen casa que nosotros

En el mismo terreno donde alguna vez estuvo la casa de Elizabeth estaba la casa de su madre, a quien una fundación le construyó una casa modelo que no habita porque sufrió un preinfarto y una de sus hermanas quien vivía con ella fue diagnosticada con diabetes tras el sismo, ambas viven en otra casa. Dentro del inmueble hay dos perros negros de talla mediana que resguardan el material.

Mejor los perros tienen casa que nosotros, comentó irónico y dolido el esposo de Elizabeth, quien pretendió convencer a su suegra de que les vendiera un metro de su terreno para conseguir las escrituras de su casa y acceder a una casa como la que no habita. Dónde le ves el rótulo de venta, fue la respuesta que obtuvo. En lugar de ello, ya levanta una barda que les separe de la carpa de su hija.

Por la zanja donde colocan los cimientos de la barda caminan las ratas que se han apoderado de la manzana. A eso debe sumarse el temporal que inició tarde este año y que cada noche amenaza con romper las lonas o volarlas, además del agua que corre por las calles afectadas y que inundan las pequeñas carpas, por lo que nada debe permanecer en el suelo terregoso.

Elizabeth se limpió las lágrimas y regresó a su actitud jovial y positiva, sacó un cuaderno donde escribió un slogan para un negocio de mariscos que sueña con poner.

La ayuda no llegará a la ligera, admitió, por lo que reza a su dios para que alguien le ayude a iniciar su negocio y obtener los centavos que requiere para terminar con la compra de materiales y pagar la mano de obra, en tanto eso ocurre, la mujer se ocupó en sacar unas 10 gelatinas del refrigerador de medio uso, las colocó en una charola para ofrecerlas a los conductores y obtener unos 100 pesos para comprar algo distinto al atún y sardinas enlatadas que desde hace un año se convirtieron en su alimento habitual.