Por Marco Lara

La matanza de 22 personas en Tlatlaya [junio 2014], que podrían haber sufrido ejecución extrajudicial a manos de soldados del Ejército mexicano, ha ido diluyéndose en el espacio mediático, a diferencia de la desaparición forzada de 43 estudiantes en Iguala [septiembre], presumiblemente cometida por policías de este municipio y Cocula.

Al margen de la cantidad de víctimas, ambos casos son atroces. Geográficamente, aunque en diferentes estados, ocurrieron a no muchos kilómetros. Es muy probable que los perpetradores sean, en efecto, servidores públicos de cuerpos de seguridad del Estado, quienes al abusar de su autoridad violaron derechos humanos y cometieron delitos —en el segundo caso virtualmente al servicio de una organización delincuencial—. Las víctimas eran muy jóvenes.

¿Por qué, entonces, el primero pierde visibilidad pública, o eso parece, y el segundo crece mediáticamente? ¿Porque las intensas movilizaciones estudiantiles han mantenido al de Iguala en el debate público? No estoy seguro: me temo que, como de costumbre, antes que nada la moralina criminalizante de la nota rojainocula en las masas la valoración sobre si una persona es víctima realmente o se merece su destino en virtud de su comportamiento público o privado, o su estatus —real o supuesto— ante la ley penal.

Una de las funciones de la nota roja, los medios que la publican y los periodistas que la practican, es desacreditar en lo posible a las víctimas para descargar al Estado de su responsabilidad de proveerles justicia. Y en el caso de Tlatlaya la información venía cargada de origen.

Ya desde el sumario de la historia donde reveló el testimonio de una joven sobreviviente de la matanza de Tlatlaya, la revista Esquire hace saber que se trataba de «21 presuntos delincuentes», reforzando esta misma idea a lo largo de su historia y reafirmándola con base en testimonios según los cuales aquella región entre los estados de México y Guerrero donde ocurrió la matanza está plagada de criminales.

Luego, pues ya era fácil reforzar la certeza sobre la condición criminal de las probables víctimas de fusilamiento. Leamos un par de ejemplos: 1) «Testimonios y fotografías desmienten la versión original, la de un supuesto enfrentamiento entre militares y criminales, y hablan en cambio del asesinato de presuntos delincuentes que ya se habían rendido» [Proceso]; 2) «Al recorrerlo [San Pedro Limón, el pueblo de Tlatlaya donde tuvo lugar la alevosa masacre] se constató que aparentemente sí es un pueblo con fuerte presencia de narcos», pues en diversos tramos de la carretera local «hay una pareja de jóvenes con picos y palas parados al lado de los hoyos, simulando que van a arreglarlos. En realidad son halcones con radios y celulares a la mano, uniformados al estilo Édgar Valdés Villarreal, La Barbie, con camisetas Polo de caballos polistas y grandes números» [Milenio Diario] —véase la reiteración del mecanismo de criminalización de los jóvenes y las propias comunidades.

Y, obvio, si eran «presuntos delincuentes», entonces es legítimo exhibir también sus cadáveres como si fueran los de reses en canal [La Jornada y Proceso], aparte de desacreditar la condición de víctimas de ellos y los sobrevivientes: «Si se trataba de asesinar a todos los probables delincuentes…»; «La hija de la declarante, digamos, andaba en malos pasos…»; «¿Eran yihadistas, eran suicidas, eran terroristas tipo Al Qaeda?, porque cuando un grupo de criminales se enfrenta con una fuerza más potente, como es el Ejército, suele haber cabecillas que se rinden y ya los demás alzan las manos […]» [Carlos Marín en Tercer Grado, Canal 2 Televisa].

Así, hasta la justificación flagrante de la barbarie: «Noventa y cuatro meses en la lucha contra criminales profesionales es un riesgo extremo para cualquier ejército. Por eso sigo pensando que el mexicano, dígase lo que se diga, ha estado a la altura de las circunstancias. Incluso si terminaran de probarse las torturas y ejecuciones de 22 personas en Tlatlaya, que seguramente serían castigadas con dureza ejemplar en las instancias militar y civil». «El mexicano no es un Ejército genocida, no es un enemigo de su pueblo y sociedad. Lo ha demostrado estos ocho años. Se ha equivocado en ocasiones y abusado en algunos casos. Muy pocos para la dimensión de la guerra que pelea». «Como la mayoría de las policías locales sigue siendo una desgracia y los criminales se reproducen como en granja, al Ejército no le queda más que seguir en esta guerra maldita. Por tanto, cuidemos al Ejército» [Ciro Gómez Leyva, Milenio Diario].

El referente de derechos humanos una y otra vez traicionado por los periodistas.

 

Tuits

1) Nos vemos mañana en el XI Foro de Derechos Humanos del Sistemas Universitario Jesuita [octubre 15-17, 2014, Cholula, Puebla.

2) En puerta, nueva plataforma de comunicación digital del Observatorio Ciudadano del Sistema de Justicia. No se la pierda.

 

@Edad_Mediatica