FOTO: ADOLFO VLADIMIR /CUARTOSCURO.COMFOTO: ADOLFO VLADIMIR /CUARTOSCURO.COM

La tradición humanista de México, se está malentendiendo, se está abusando de ella. El país vive en este momento y de forma simultánea, fenómenos sociales que trasgreden la armonía de la vida comunitaria e innumerables leyes y, con ello, violentan igualmente el Estado de Derecho y la gobernabilidad como sustento de la estabilidad y paz social.

Parte importante de ello, es el fenómeno migratorio, en el que si bien es cierto que el pueblo de México siempre ha sido solidario y ha simpatizado con las personas que desde otras latitudes han utilizado a nuestro país como estación migratoria, como paso previo para llegar a Estados Unidos, hoy asumen incorrectamente un derecho de paso obligado que desestima las mínimas formas de convivencia y respeto, asumiendo con arrogancia que México está obligado a resolver lo que sus propios gobiernos les negaron.

No podrían estar más equivocados, la obligación primaria del Gobierno de México, más allá de la cordialidad humanista y diplomática, es y será siempre con las y los mexicanos.

Chiapas, Chihuahua, Coahuila y las demás entidades en crisis por la oleada migratoria, son parte de México y componentes indisolubles del territorio nacional, del pacto federal y, por tanto, atentar contra ellas, es atentar contra la República.

Los migrantes se están constituyendo en la importación de problemas que por su complejidad se hace cómodo y fácil para los respectivos países de origen, no solo desatender, sino impulsar para su exportación con “libre paso” por México y peor aún, ante el razonable e inteligente orden migratorio impuesto por Estados Unidos, lo menos granado de estas personas migrantes se está quedando en México, y en su inmensa mayoría, sin el mínimo sentimiento de gratitud, por el contrario, con una frustración y resentimiento social que en nada corresponde al espíritu humanista y solidaridad de los mexicanos.

Han comenzado a desestabilizar la economía, la paz social, la gobernabilidad e igualmente a consumir una inmensidad de recursos del erario y espacios públicos, son parte ya, del paisaje urbano en la mayoría de las ciudades medias del país.

Tristemente, cada día crece la necesidad de cerrar nuestra frontera sur, no a la migración regulada, ordenada y humanitaria, sino a las hordas anárquicas y subsidiadas que parecen dispuestas y por encargo a perjudicar a México.

Al mismo tiempo, vivimos dos fenómenos que igualmente están tensando la armonía social, los plantones y las manifestaciones.

En el primer caso, víctimas y supuestas víctimas de diversas expresiones de la violencia y distorsiones sociales que aquejan al país, se apoderan de instalaciones públicas, calles, vialidades, edificios y accesos; agreden a personas servidoras públicas y de la sociedad civil, destruyen y vandalizan con total impunidad en el entendido de que a las víctimas no se les puede aplicar la ley de la misma forma que a cualquier ciudadano, para que no vayan a denunciar acoso o represión, pisoteando las garantías individuales de miles de personas que se ven afectadas al no poder acceder a sus trabajos, atender a sus hijos o familias, llegar a sus escuelas e incluso a atender asuntos de emergencia, solo porque las “víctimas” determinaron algún bloqueo.

Hay casos legítimos y que requieren toda nuestra empatía como sociedad, en temas que laceran no solo a los directamente afectados, sino a todos como ente social, pero es evidente que en muchos de los casos son expresiones propiciadas y subsidiadas con fines perversos, distintos a su supuesta causa, para lo cual se debe entender que, aplicar la ley, no es represión.

De forma similar, el derecho a manifestarse consagrado en nuestra Constitución, por cierto, reconocida internacionalmente, como pionera en la protección de los derechos sociales, igualmente se malentiende y abusa, pues ningún derecho puede estar por encima de los derechos de los demás; luego entonces, que le da el derecho a manifestantes para violentar la ley, para vandalizar, robar, golpear y agredir, desvirtuando así sea la causa más legítima y justa, al grado de convertirse en una convención delincuencial que afecta la vida e integridad de cientos y en ocasiones miles de personas. Hacer valer la ley no debe sujetarse a ningún criterio de prudencia o cuidado electoral. 

Siempre será poco el respaldo a una víctima y demasiada la tolerancia a un agresor.