Por Carlos Tercero / EL INDEPENDIENTE

En México, fueron décadas de lucha, en las que las mujeres se organizaron y alzaron sus voces para reclamar su participación activa en la vida política de mediados del siglo XX…

Las siete décadas que han transcurrido desde que constitucionalmente se reconoció el derecho de la mujer mexicana a votar y ser electa a nivel federal, refleja con claridad la lentitud con que evolucionamos en algunos temas fundamentales para el desarrollo político y democrático del país.

Fue un 6 de abril de 1952, cuando más de 20 mil mujeres se reunieron en el parque deportivo “18 de Marzo” de la Ciudad de México, reclamando personalmente al entonces candidato presidencial, el veracruzano Adolfo Ruiz Cortines, asumir el compromiso de elevar a nivel constitucional, el derecho de las mexicanas a votar y ser votadas.

Por supuesto que, sin restarle un ápice de reconocimiento al movimiento sufragista, es oportuno reconocer el cumplimiento al compromiso de campaña, la voluntad política y visión de Estado del Presidente Ruiz Cortines, quien un 17 de octubre de 1953, promulgó la reforma constitucional que otorgaba a las mujeres el derecho a votar y ser votadas para puestos de elección popular, reforma que de ninguna manera fue una concesión, sino el resultado de una larga lucha feminista que marcó un parteaguas en la historia y evolución política de México, y sensible aportación a la lucha por la igualdad de género que venía evolucionando y creciendo en el mundo, la cual comenzara en Nueva Zelanda, al autorizar el voto femenino en 1893; Finlandia les permitió el ser electas al Parlamento en 1906; Noruega el que pudieran votar en 1913; Dinamarca en 1915, la Unión Soviética en 1917; el Reino Unido, Austria, Estonia y Polonia en 1918; Alemania, Luxemburgo y Suecia en 1919; República Checa y Eslovaquia en 1920, al igual que Estados Unidos, con la salvedad de que únicamente se logró para las mujeres de raza blanca, (las afroamericanas pudieron hacerlo hasta 1965); España en 1931; y en Latinoamérica, el pionero fue Uruguay en 1927.

En México, fueron décadas de lucha, en las que las mujeres se organizaron y alzaron sus voces para reclamar su participación activa en la vida política de mediados del siglo XX, época de inquietud y transformación político-social tras la Revolución Mexicana y a más de un siglo de la consumación de la Independencia, en la que el país experimentaba nuevamente una serie de cambios significativos en su estructura gubernamental y en la forma en que se concebía la participación ciudadana, en el camino hacia una República más incluyente y democrática, y en la que el voto femenino seguía siendo asignatura pendiente.

El reconocimiento del voto a la mujer se conquistó gracias a la lucha y tenacidad asistida en la razón, de miles de mujeres, quienes representando más de la mitad de la población nacional, demandaron el pleno reconocimiento y aceptación de su ciudadanía, destacando entre ellas figuras como Esperanza Balmaceda, Elvia Carrillo Puerto, Raquel Dzib Cicero, Hermila Galindo Acosta, María Refugio “Cuca” García, Beatriz Peniche Barrera y Margarita Robles Díaz, cuya voz y fuerza consolidaron socialmente el movimiento sufragista hasta convertirlo en una victoria colectiva que al fin y justamente integraba a la ciudadanía por igual y sin distinción, a mujeres intelectuales que campesinas, maestras que amas de casa, obreras y estudiantes; quienes no solo demandaban el derecho al voto, sino que también aspiraban a una participación activa en todos los ámbitos de la sociedad. 

Hoy en México, es impensable siquiera la exclusión política de las mujeres, muestra de ello, las dos candidaturas más viables, al momento, para la presidencia.

La voz de la mujer mexicana ha resonado siempre en los momentos de mayor trascendencia de la vida de la Nación”, y sus derechos ciudadanos y políticos son, no solo esenciales, sino obligados para una sociedad equitativa, democrática y justa; donde la igualdad plena va más allá del voto y que aún tiene pendientes como la equidad salarial, una vida libre de violencia, el acceso a las mismas oportunidades en cada uno de los ámbitos de la vida en comunidad como el empleo, educación, vivienda, salud, etc. y que, por tanto, es tarea de todos.