El adiós del último emperador azteca (en la cancha)

Por Emilio Coca de ladobe.com

@Cocabron

Hoy se despide el último ídolo mexicano, hoy le dice “adiós” a las canchas el último “10” mexicano, el héroe y villano de todo el fútbol mexicano, de todo aficionado al deporte más hermoso del mundo. Hoy Cuauhtémoc Blanco se despide de la pelota que le dio y le quitó más de lo que cualquier jugador puede contar.

El tepiteño, el ladrón de gambetas y retrovisores, el driblador de defensas, el vendedor de pasiones y discos piratas. Porque del Cuau podemos criticar mucho, pero nunca algo dentro de la cancha, nunca de no correr, de ser un pecho frío. Hoy no fue de titular, ya no lo es, sus más de cuarenta años le impiden mantenerse corriendo como lo exige, de mala manera, el fútbol de hoy en día y aun así, es más rápido que el resto de los jugadores. Veintitrés años de experiencia que se muestran en cada pase que el compañero no entiende, en cada gambeta tepiteña que intimida más que engañar, los trae “fintos”.

No corre pero carga, dirige a un equipo que parece tiene como destino perderse en el olvido del descenso, aunque por hoy puede presumirse finalista de un torneo de Copa devaluado, aun así ser finalista es valioso, aunque pocos recuerden a los segundos lugares, todos recordarán su número diez cada vez más extinto, dirán su nombre y se sabrá que hablan del Cuau.

El fútbol pierde una estrella que al menos en México pertenece a la élite, al jugador que sabíamos no iba a fallar un penal, el que se burlaba de los rivales, de los aficionados, de la situación, disfrutaba de sus raíces, jugaba al fut como lo hacen en todo campo llanero, en toda liga amateur donde los jugadores no van por el dinero, van a disfrutar, a reír y como siempre pasa en el barrio, uno que otro cate pa dejar en claro quién es el mejor.

El nacido en el barrio de Tlatilco un 17 de enero de 1973, pero criado en Tepito, mostró una y otra vez qué no era el más guapo, ni mucho menos un caballero, pero enseñó lo que importa, que como él no hay dos, ni el Torito Silva, ni Osvaldito, ni ningún otro será tan inmortal como el emperador del barrio, como el Jorobado Azteca.

Yo aún no olvido su gol en el 98, sus pases que veo desde la tribuna o la tele, las jugadas que parecen la portada mal hecha de un disco pirata que se vende en los puesto ambulantes, pero que son igual de efectivas que las que se ven en la Champions, incluso más nuestras. Porque el Cuau es un ídolo y un ídolo es alguien a quien estás allegado, aunque no lo conozcas, hoy existen nombres, pero no uno que le llegue a los talones.

El tepiteño, el ladrón de gambetas y retrovisores, el driblador de defensas, el vendedor de pasiones y discos piratas. Porque del Cuau le podemos criticar mucho pero nunca algo dentro de la cancha, nunca de no correr, de ser un pecho frío.

Chivas y Puebla pueden presumir que estuvieron en el último partido del jugador que agredía comentaristas, que era actor en cancha y de telenovelas. Ya no veremos más sus piernas lentas pero hábiles, las que no triunfaron en Europa por más que lo quisieran, todo por una maldita lesión, por una barrida artera, de cárcel, que le rompió la rodilla. Aún así a los cuarenta y dos años pone pases que pocos jóvenes podrán dar.

Lloró y el fútbol también, porque la despedida de un genio, una figura que al igual que cualquier luchador, dio su nombre a una jugada: La Cuauhtemiña, la expresión del descaro, del ego y la confianza para hacer una obra de arte inútil, pero bella… a su estilo, igual que la Ciudad de México.

El partido de hoy, mientras estuvo en la banca lo veía de pie, con la ansiedad de cualquier chavito que va a debutar, que se muerde la lengua y mueve sus manos desesperadamente, mientras se le queman las habas por entrar al jugar, de humillar al rival, de mostrar que el fútbol no sólo es competir, es divertirse. Entró, coreado por los gritos de miles de voces que clamaban por su nombre. Corrió y no llegó, desperdició la despedida perfecta, no hubo gol ni magia, pero sí empujones y la clásica discusión con el contrario que lo tocó.

Las luces desaparecieron, el emperador se quedó dentro de la constelación de luces artificiales, entre celulares y cometas con nombre de bengalas prohibidas, azul y rojo. Como en concierto de rock, la gente brincaba y cantaba. Hubo un momento de incertidumbre, nadie veía nada en la cancha, pero seguía ahí.

Regresó la iluminación entre el grito de “Puebla” y los tamborazos. Las cámaras lo siguieron en cada sílaba despedida de su boca, él se continuaba en su juego. La luna sonreía a cada balonazo que esperaba el final y el festejo del sequito del emperador tepiteño.

Un taquito, la jugada que mata al defensa, el toque de sangre fría, su especialidad. Así se despidió el último emperador azteca de las canchas, con trofeo el trofeo arriba, sujetado fuertemente, alzándolo de arriba a abajo mientras el némesis lo observa desde abajo, derrotado. Se fue como todo grande debe despedirse diciéndole “hola” a la historia.

Hoy Cuauhtémoc le dijo adiós al descenso, al Puebla, a las canchas, al fútbol.

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