Por Roberto Valencia | El Faro
Este martes 2 de septiembre se cumplen 10 años desde que el Estado salvadoreño asignó cárceles exclusivas a las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18. La medida es hoy señalada por académicos e investigadores como una de las que provocó la radicalización del fenómeno de las maras, pero muy pocas voces la adversaron mientras se gestaba. Casualmente, el aniversario llega en medio de un incipiente debate sobre si revertir la segregación es viable o no.
El 2 de septiembre de 2004 no es fecha que se estudia en escuelas ni está en libros de la historia reciente de El Salvador; ni siquiera los expertos en seguridad la tienen muy presente. Pero aquel día se consumó un hecho trascendental: aquel día el Estado elevó a la categoría de política pública la entrega de cárceles exclusivas a las principales pandillas, una arriesgada medida que ningún otro país de la región se atrevió a replicar.
La madrugada de aquel jueves, cerca de 1,100 privados de libertad –casi el 10% de la población penitenciaria– fueron movilizados de forma simultánea entre cuatro cárceles del país: Apanteos (Santa Ana), Sonsonate, Quezaltepeque (La Libertad) y Ciudad Barrios (San Miguel). Más de 700 eran pandilleros activos de la Mara Salvatrucha (MS-13), que celebraron como una victoria que el gobierno les concediera al fin uno de sus reclamos más sentidos.
Dos semanas atrás, los celebradores habían sido sus archirrivales del Barrio 18, aunque tuvieran que hacerlo un día después de la masacre carcelaria más mortífera del siglo –no menos de 32 fallecidos–, la del 18 de agosto en el Centro Penal La Esperanza, conocido como Mariona. Unos 360 dieciocheros fueron llevados a Cojutepeque, a una cárcel que paradójicamente había sido clausurada oficialmente un año antes por céntrica y obsoleta, y de la que se anunció que se convertiría en un centro cultural.
En una nota publicada en su edición del 3 de septiembre, El Diario de Hoy sintetizó en un párrafo el nuevo escenario: “Desde ayer, los penales de Quezaltepeque y Ciudad Barrios están asignados para los de la Mara Salvatrucha; y los de Chalatenango y Cojutepeque, para los de la 18”.
El operativo, desarrollado en la misma semana que el expresidente Antonio Saca presentaba con bombo y platillo su Plan Súper Mano Dura, no levantó polvareda alguna. No la adversaron los partidos de oposición; ni siquiera las oenegés e instituciones que en esos años renegaban consuetudinariamente contra cualquier paso que daba el gobierno de Arena en materia de seguridad pública.
Rodolfo Garay Pineda, el director general de Centros Penales que ejecutó la segregación, cree tener la explicación al porqué una de las medidas que más parece haber influido en la radicalización del fenómeno de las maras se digirió sin debate en la sociedad salvadoreña: “Si no se separaban las pandillas, conservar la estabilidad era imposible… ¡imposible! La separación fue un instrumento indispensable para conservar el control de los centros”.
I. Las consecuencias
El 2 de septiembre de 2004 el Estado prácticamente fijó el esquema de segregación de pandillas vigente en la actualidad: a la Mara Salvatrucha le entregó por completo los penales de Ciudad Barrios y Quezaltepeque; al Barrio 18, los de Cojutepeque y Chalatenango. La cárcel de Sonsonate se reservó para pandilleros retirados, aquellos a los que los activos llaman pesetas.
En la década transcurrida, sin embargo, ha habido algunos movimientos que, si bien no han alterado el orden establecido, conviene consignar: en 2006 el Estado realizó una permuta de pandillas entre los penales de Chalatenango y Quezaltepeque; el crecimiento de la población penitenciaria permitió a los emeeses ganar sectores en los penales de San Francisco Gotera y de Apanteos; en 2007 al Barrio 18 le fue asignada Izalco, de nueva construcción; y la posterior ruptura de la 18 en dos facciones, consumada en 2009-2010, hizo que Cojutepeque se convirtiera en el centro de mando de los Sureños, y Quezaltepeque, en el de los Revolucionarios, y que en Izalco se adecuaran dos sectores independientes.
La estrategia de los centros penales exclusivos se vendió en 2004 como la única que permitiría el manejo del sistema penitenciario y que evitaría violencia y masacres, pero parece que no se valoraron las consecuencias de retener bajo un mismo techo a 1,000 o a 2,000 homies ociosos.
Y consecuencias hubo. Pero mejor dar la palabra a los peritos.
Dice Wim Savenije, investigador holandés: “Se reforzó la solidaridad interna [entre los pandilleros], nacieron divisiones de trabajo, aparecieron nuevas reglas informales y formales de conducta, y además surgieron líderes (…). La organización de las pandillas transnacionales empezó a reforzarse principalmente desde los centros penales”. (Savenije, Wim. Mara y barras. Pandillas y violencia juvenil en los barrios marginales de Centroamérica. Flacso, San Salvador, El Salvador, 2009).
Dice Jeannette Aguilar, académica salvadoreña: “La política gubernamental carcelaria ha cohesionado y consolidado la identidad de las pandillas, ha incrementado el sentido de lealtad, ha fortalecido los liderazgos y ha fomentado el odio hacia la pandilla rival, agudizándose así la guerra que libran las dos principales pandillas desde hace más de una década (…). El propio Estado ha legitimado las cárceles como un espacio y territorio bajo control pandillero, desde el cual estos grupos operan”. (Aguilar, Jeannette. Los resultados contraproducentes de las políticas antipandillas. En revista ECA Nº 708, Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Antiguo Cuscatlán, El Salvador, 2007).
Dice Steven Dudley, periodista y consultor estadounidense: “Mantener agrupados a los líderes y a una gran parte de los soldados más incondicionales tuvo un efecto adicional, en especial después de que el Estado asignó centros penales diferentes a cada pandilla. Los líderes tenían más tiempo para organizar y planear estrategias y actividades (…), y las pandillas incursionaron en nuevos delitos, específicamente la extorsión y el secuestro, actividades que se realizan casi exclusivamente desde las cárceles”. (Dudley, Steven. Drug Trafficking Organizations in Central America: Transportistas, Mexican Cartels and Maras. En Woodrow Wilson Center Reports on the Americas #29, Woodrow Wilson International Center for Scholars, Washington, Estados Unidos, 2011).
Sin el lenguaje florido-retorcido de los académicos, Sleepy, el aka falso de un pandillero retirado que aceptó hablar para este reportaje bajo condición de anonimato, dice en esencia lo mismo: “En la historia de las pandillas hay dos momentos importantes: el primero, cuando les dieron las cárceles; y luego, la tregua”.
II. Génesis y evolución
Lo que ocurrió aquel 2 de septiembre de 2004 no fue una calentura, una improvisación del Estado con la que nadie contaba. Al contrario. Si se amplía el encuadre y se mira lo sucedido desde mediados de la década de los noventa, el operativo se asemeja más a la colocación de la última pieza de un rompecabezas.
Es cierto que la masacre de Mariona lo aceleró todo, pero la entrega de cárceles se hubiera consumado también sin esa matanza. “Quizá no en ese momento, pero sí seis meses o un año después”, dice el exdirector Garay Pineda, el arquitecto de la segregación. Él está convencido de que, ante el deplorable estado de las cárceles, el hacinamiento y la propia evolución del fenómeno de las pandillas, era la única alternativa real.
Cuesta dilucidar si es un agravante o un atenuante de la decisión del exdirector Garay Pineda, pero las maras no son lo que eran. Los números y las letras no han cambiado, pero poco tienen que ver la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 de la década de los noventa con esas mismas agrupaciones en 2003; y mucho menos con las estructuras del crimen organizado que mantienen en jaque al país en 2014.
“En 1998 en Quezaltepeque celebrábamos eventos con todos los internos revueltos: MS, 18 y comunes. Había fricciones y riñas, incluso muertos, pero convivían. Los recuerdo cantando todos abrazaditos la canción de ‘Yo quiero tener un millón de amigos’”. Las palabras son de Astrid Torres, la titular del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Santa Tecla.
En los noventa, los pandilleros detenidos eran asignados por lo general al centro penal más cercano: el emeese de San Miguel, al penal de San Miguel; el de Chalchuapa, a Apanteos; el dieciochero de Soyapango, a Mariona… Así se hizo por años, hasta que los pandilleros comenzaron a ganar no solo presencia numérica dentro del sistema, sino también determinación para hacer frente a los grupos de poder de reos comunes establecidos.
Observada hoy desde la distancia, la segregación fue la consecuencia de un complejo y sangriento proceso que se prolongó casi una década. Arrancó a mediados de los noventa con el mismo inicio de la guerra entre las pandillas; hubo cesiones intermedias del Estado, primero con la asignación de celdas exclusivas dentro de las cárceles, luego pabellones, luego sectores enteros… hasta aquellos traslados del 2 de septiembre de 2004.
No es tan conocido que, en la génesis del largo debate, los protagonistas no fueron los privados de libertad adultos, sino los pandilleros encerrados en centros de internamiento de menores. “La medida se tomó con los adolescentes primero y luego se trasladó a los adultos”, dice María Teresa de Mejía, directora general entre 1993 y 2000 del Instituto Salvadoreño de Protección al Menor (ISPM, el actual ISNA).
Siendo el fenómeno de las pandillas una expresión mayoritariamente juvenil, de alguna manera la lógica se impuso. Fueron los niños pandilleros a los que el Estado primero les asignó recintos exclusivos: para finales del año 2000, el Centro de Internamiento de Menores Tonacatepeque el de la Mara Salvatrucha, y El Espino (Ahuachapán), el del Barrio 18.
La medida, rechazada en principio por los actores involucrados en la justicia penal juvenil, se asumió como inevitable después de sendos disturbios entre ambas pandillas en los centros de menores de San Francisco Gotera (julio de 1999) y Ciudad Barrios (septiembre de 1999), y al calor del fuerte debate generado en torno a un emeese migueleño de 16 años llamado Gustavo Adolfo Parada Morales (a) El Directo, de quien los periódicos llegaron a afirmar que era el enemigo público número uno de El Salvador. La segregación comenzó a ganar adeptos bajo el credo de que las pandillas se odiaban a muerte, y la vida era el bien máximo a salvaguardar.
Pasaron cuatro años hasta que la segregación se replicó con los adultos, pero la semilla se había sembrado.
“En mi época ya discutíamos si se separaban o se dejaban juntos”, dice Francisco Bertrand Galindo, ministro de Seguridad Pública desde junio de 1999 hasta mayo de 2002. “La idea de que no podían estar juntos nació tras los sucesos de Ciudad Barrios”, apuntala. Se refiere al sangriento amotinamiento entre menores de septiembre de 1999, que se saldó con un destazado y más de 40 heridos.
Aunque la segregación no se consumó bajo su mandato, Bertrand Galindo admite que estaba a favor: “Había argumentos a favor y en contra, y yo tenía claro que crear cárceles para cada pandilla se vuelve una retaguardia para ellos, pero el punto era que si los dejábamos en un mismo recinto, con el nivel de violencia que tenían y la debilidad de las infraestructuras, el Estado no podía evitar que se mataran”.
Con el nuevo milenio el Estado fue dosificando la segregación. Para 2002 ya había varios centros con fuerte presencia de pandilleros: Quezaltepeque, Chalatenango, Apanteos e incluso Ciudad Barrios, que cuando fue reabierto como cárcel para adultos recibió en primera instancia a un nutrido grupo de dieciocheros, encabezados por Carlos Mojica Lechuga (a) Viejo Lyn.
Inés de Medina era en esos años la presidenta de Confraternidad Carcelaria, una oenegé vinculada a la Iglesia Católica que trabaja en los penales. “Los pandilleros trataban de imponerse en cada cárcel –dice–, y las autoridades no sabían qué hacer. Por eso surgió la idea de la separación: quisieron evitar las confrontaciones y los muertos, pero no pensaron en lo que iba a pasar después”.
Jaime Martínez, entonces director del Centro de Estudios Penales (Cepes, un órgano ligado a Fespad, la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho) recuerda aquellos tumultuosos años: “El Estado se fue por la vía fácil, porque otro tipo de decisión implicaba una cantidad de recursos y de conocimientos que el país no tenía. Hoy que estoy en el gobierno lo entiendo, porque ahora digo: ¿por qué no se contrata a sicólogos, antropólogos, expertos en conducta, criminólogos…? No se puede porque no hay recursos”. La comprensión actual de Martínez se debe a que desde junio de 2009, cuando el partido FMLN relevó a Arena en el Ejecutivo, es el director general de la Academia Nacional de Seguridad Pública.
“Además –agrega–, aquella masacre evidenció que había una rivalidad mortal dentro de las cárceles”.
Se refiere a la del 18 de agosto de 2004 en Mariona, el acelerador de la separación.
El penal de Mariona, el más poblado del país, tuvo su propia dinámica. Los pandilleros siempre fueron minoría ante el poderío de la banda de un civil llamado Bruno, que tenía el control absoluto del centro.
Sleepy, el dieciochero hoy retirado, estuvo preso entre 2000 y 2003: “Cuando yo entro en Mariona, en mi celda había veintipico, y éramos tres de la 18, cuatro de las letras, y los demás, civiles. Y ahí dormíamos y bromeábamos porque todos sabíamos quién mandaba, ¿ya? Bruno y su raza sí mantenían el control, y los pandilleros, callados, porque media vez sabían que nos estábamos reuniendo para algo, nos caía la gran garroteada. En otras cárceles no era así. El grupo que domina es el que impone sus reglas, y si en otro penal los civiles eran minoría, los pandilleros hasta los obligaban a brincarse. Por eso Mariona hay que verlo separado del resto”.
Para agosto de 2004, ya habían evacuado a los emeeses de Mariona, y los dieciocheros sumaban unos 400; siempre minoría, pero un número que juzgaron suficiente para plantar cara a La Raza, los despojos del otrora omnipresente grupo de Bruno, después de que este fuera trasladado a otro penal. Ese choque de poderes es el que se saldó con no menos de 32 fallecidos de ambos lados.
Al día siguiente, el Estado entregó a los dieciocheros supervivientes de Mariona el penal de Cojutepeque.
Y dos semanas después, aquel 2 de septiembre, el Estado entregó Ciudad Barrios y Quezaltepeque a la Mara Salvatrucha.
III. “Nadie previó. Nadie protestó”
Tres, seis, 10 años después de consumada la segregación, son incontables los analistas académicos, políticos, jueces, investigadores, periodistas y oenegeros que claman contra la medida. “Cuando dividimos a los pandilleros en los penales, comenzamos a fortalecerlos”, dice Benito Lara, el nuevo ministro de Seguridad Pública.
Pero esas voces no se oyeron en 2002 ni en 2003 ni en 2004.
“¡Nunca! Nadie previó. Nadie protestó. Al contrario. Hubo un apoyo tácito incluso de aquellos que clásicamente nos cuestionaban con fines políticos. Fespad calló. IEJES calló. El Idhuca calló”, responde enérgico el exdirector Garay Pineda cuando se le pregunta si alguien advirtió la posibilidad de que las pandillas se volvieran más peligrosas.
“Yo creo que Fespad sí se pronunció en algún informe en contra de esa decisión, pero sí, tiene razón, sin ser tan beligerantes. Frente al drama de una matanza, siempre es más difícil decir que era algo equivocado”, dice Jaime Martínez.
“El problema es que algo había que hacer. No era necesariamente lo correcto, pero era una respuesta a la situación”, dice la juez Astrid Torres.
“No hubo debate público, no”, sentencia el exministro Bertrand Galindo.
La hemeroteca también da la razón a Garay Pineda. Contra el manodurismo, una política pública contemporánea, desde el entramado político-oenegero se respondió con una batería de recursos de amparo, comunicados de rechazo y campos pagados en diarios, pero contra la segregación apenas se dijo algo.
IV. Quizá había alternativa
El Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP) desapareció a mediados de 2011.
En los años en los que la segregación se gestaba, el CNSP tuvo un perfil relativamente alto; era de las siglas con presencia constante en las redacciones. Entre 1999 y 2004 el presidente de la institución fue Salvador Samayoa, un exdirigente de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) que asumió el reto de involucrarse en la seguridad pública durante la administración del expresidente Francisco Flores.
Samayoa insiste en que estuvo tan al margen del debate de la segregación que ni siquiera le pidieron opinión. Esa lejanía, anómala si se tiene en cuenta su cargo, la apoya en el hecho de que, en un gobierno tan ideologizado como el del expresidente Flores, él era visto con recelo por su pasado guerrillero. Justo antes de que asumiera las riendas del CNSP, un decreto ejecutivo circunscribió sus labores a tareas de prevención en zonas de riesgo.
“La separación de las pandillas la cocinaron ellos”, dice –donde ‘ellos’ es el gabinete de seguridad–, pero “yo creo que las decisiones de ese tipo no son buenas o malas per se. Yo, por ejemplo, tuve contacto con el lado positivo de la decisión”.
Samayoa comprendió que, cuando se trataba de zonas con alta incidencia de pandillas, lo más productivo era dialogar con los líderes. Y lo hizo.
—Rehabilitar a privados de libertad no era mi trabajo, pero comencé a hablar con ellos por razones de orden práctico: estaban prácticamente en todos los barrios en los que trabajábamos, y tenían la influencia para obstruir o ayudar.
—¿Trabajó con las dos pandillas?
—No, solo con la MS y fue una intuición: me pareció que los de la 18 tenían un perfil más loco, más impredecible, menos confiable.
En los primeros años del nuevo milenio, el líder indiscutible de la Mara Salvatrucha era Borromeo Henríquez Solórzano (a) Diablito de Hollywood. Una década después, está preso en Ciudad Barrios. Él fue uno de los 30 palabreros que en marzo de 2012 el gobierno trasladó desde el Centro Penitenciario de Seguridad Zacatecoluca, lo que supuso el pistoletazo de salida de la tregua. Sigue siendo una de las voces más respetadas dentro de la MS-13.
—El liderazgo de Borromeo era muy sólido y muy responsable –dice Samayoa–. Yo todo, absolutamente todo, lo traté con él, porque la palabra suya valía plenamente. Por supuesto, valía mucho más que la de los políticos.
—¿¡!?
—El interlocutor más serio que tuve yo en los cinco años al frente del Consejo fue Borromeo Henríquez. Su palabra valía.
—¿A qué se refiere cuando dice que era serio?
—Por ejemplo, un día yo tenía que contrastar unos sondeos, y le pedí que me diera los datos de la escolaridad de cada uno de los internos. A la semana siguiente llegué, y me tenía un reporte con nítida y pulcra caligrafía, celda por celda, del estatus escolar de los 800 pandilleros que estaban en los pabellones 9 y 10 de Apanteos. El nivel de disciplina era sorprendente. Les pusimos una panadería, que por cierto la llamaron ‘Panadería Salvador Samayoa’, para que hicieran el pan que comían. En el ministerio me dijeron que estaba loco, pero resulta que la panadería funcionó con contabilidad estricta, autosostenible por completo. Les pusimos una biblioteca, organizamos un torneo de basquetbol… Lo que quiero decir es que era gente muy disciplinada, un liderazgo con el que yo me podía entender. Si teníamos problemas en un barrio con robos de materiales de alguna obra que estábamos haciendo, solo tenía que decírselo a Borromeo, y se solucionaba. Ordenaban desde la cárcel ‘Cero robos’, y era cero robos de verdad.
—¿A usted le ayudó la segregación?
—Fue una ventaja poder entenderme con un liderazgo responsable y que de verdad era liderazgo, algo que ahora tengo más en duda, por la evolución del fenómeno. Y sí, la posibilidad de que yo tuviera decisiones prontas y confiables se basaba en que estuvieran juntos. Que haya una estructura de mando siempre es positivo; eso lo aprendí durante la guerra. Siempre se necesita un interlocutor coherente y sólido. Y si es mi enemigo, con mayor razón. Con quien no se puede lidiar nunca es con una contraparte dispersa, desarticulada y que ni siquiera tiene noción de sus propios intereses. Por eso yo estaba tan cómodo con el liderazgo de Borromeo en la MS, y creo que tenerlos juntos no es en sí bueno ni malo; la clave es si se hacen o no otras cosas con ellos.
Se aleja tantito del tema principal de este reportaje, pero lo que Salvador Samayoa sugiere entre líneas es la validez y la utilidad de la negociación con los líderes de las pandillas. Él asegura que El Salvador tuvo beneficios concretos por sus esfuerzos en el CNSP: “El salto de las pandillas no fue en el quinquenio 1999-2004, sino después”. Sea causa-consecuencia o pura casualidad, lo cierto es que el fenómeno se descontroló cuando el gobierno dinamitó los espacios de entendimiento con las maras y apostó por el manodurismo.
—Yo siempre pensé, y lo sigo pensando, que una de las deficiencias inmensas que hemos tenido en El Salvador con el tema de las pandillas es que nadie, o muy poca gente, se ha tomado siquiera la molestia de intentar comprender el fenómeno, de entenderlo desde el punto de visto antropológico, sociológico e histórico.
V. Las cárceles de las maras, hoy.
Dice Roberto Valencia, periodista de la Sala Negra: “En los últimos tres años he entrado repetidas veces en Ciudad Barrios, Quezaltepeque, Cojutepeque e Izalco. Supongo que será por ser la más reciente, pero Izalco sí da la sensación de que el Estado tiene cierto control sobre lo que sucede adentro; por de pronto, los reos están uniformados, y cuando se mueven de un sector a otro lo hacen encadenados de pies y manos. Cojutepeque y Quezaltepeque el gobierno se las dio al Barrio 18, Sureños y Revolucionarios respectivamente. En los dos el Estado prácticamente se limita a controlar los muros y las oficinas administrativas, al punto que ni siquiera está en capacidad de repartir la comida entre los internos; la entregan en grandes recipientes en los portones y las pandillas la distribuyen entre sus homies. Cuando uno entra como periodista, lo hace solo si tiene el aval de los palabreros –de nada sirve la autorización del director del penal– e ingresa, literalmente, por su propio riesgo. Pero la cárcel más impresionante sin duda es Ciudad Barrios, el cuartel general de la Mara Salvatrucha, que tiene los mismos males que las dos anteriores, solo que multiplicados, ya que alberga a unos 2,500 activos. Sin las rígidas normas de convivencia y de disciplina de las pandillas, sería una auténtica jungla, pero milagrosamente cada día amanece y anochece sin que esa bomba de tiempo genere titulares. Ciudad Barrios es también un mercado en el que todo se compra y todo se vende, pero con un orden tan improbable como real; los internos se encierran en las celdas por las noches porque ellos así lo quieren, como una cortesía con el sistema; y cuando uno ingresa, los custodios te dejan solo con los anfitriones y cierran con llave el portón a tu espalda. Adentro, la sensación de que el Estado se desvaneció es inevitable”.
VI. ¿Es reversible la segregación?
Desde el 11 de junio de 2014 hay en la Asamblea Legislativa una propuesta de reforma a la Ley Penitenciaria que propone agregar un inciso al artículo 68. Este: “Para efectos de destino o ubicación de los internos, no podrá hacerse distinción entre centros penitenciarios en razón de su pertenencia a maras, pandillas, agrupaciones, asociaciones y organizaciones de naturaleza criminal”.
La pieza de correspondencia se enmarca en el ambiente preelectoral por las legislativas de 2015, y la firmó Guillermo Gallegos (del partido Gana), paradójicamente uno de los diputados que con sus votos enalteció el manodurismo.
Cuando en 2004 el Estado entregó sus cárceles a las maras había 12,000 personas encerradas, y hoy son casi 28,000, en un sistema diseñado para poco más de 8,000. A pesar de estas cifras, el ministro Benito Lara ha dejado entrever en un par de ocasiones que el gobierno está considerando volver a juntar en el mismo patio carcelario a dieciocheros, emeeses y civiles.
¿Es reversible la segregación?
“Sería la peor decisión. Sin antes realizar un proceso de atención a la población carcelaria y de garantizar los derechos… ahorita no es una opción”, dice Bertha Deleón, exfiscal y abogada de Fespad.
“Se podría revertir… si antes se hace una inversión económica fuerte, una inversión de tiempo increíble y una voluntad bárbara para mejorar los centros”, dice la jueza Astrid Torres.
“Con el prerrequisito de que el Estado controle los centros penales, sí es reversible”, dice el exministro Bertrand Galindo.
“Yo lo veo complicado. Los mismos factores que justificaron tomar esa decisión siguen estando ahí”, dice Jaime Martínez.
—¿Juntarán pandilleros de la MS y de la 18 en un mismo penal? –encaró un periodista al ministro Benito Lara durante una conferencia de prensa celebrada el 30 de julio.
—Lo que nosotros hemos planteado es que no podemos estar asignando centros penales cada vez que las pandillas se dividan o cuando tengan dificultades entre ellas. Es imposible. Nosotros no estamos en la disposición, porque… ¿dónde los íbamos a acomodar? O construirles nuevas instalaciones, porque… ¿con qué fondos?
—Pero, a corto o medio plazo, ¿van a convivir en cárceles salvadoreñas emeeses y dieciocheros, como usted ha sugerido?
—Eso es algo que vamos a tener que afrontar, pero a futuro. Ahora lo que tenemos claro es que no se pueden adecuar penales para cada grupo.
Gallo-gallina. Ambigüedad absoluta. La respuesta propia de un político que no lo tiene claro.
Más pragmático, el dieciochero retirado Sleepy tiene su opinión: “Juntarlos ahora sería tan absurdo como en su momento fue separarlos”.
Aunque todo se puede negociar…
Foto Pau Coll (RUIDO/El Faro). Tomada de: salanegra.elfaro.net